Humberto empezó con los problemas, o mejor dicho la familia notó los problemas de Humberto, cuando él tenía alrededor de catorce años. Salía poco y era asustadizo. Cada noche se despertaba gritando y sudando a chorros. No era para menos. El padre llegaba borracho, lo despertaba a golpes y le había dejado marcas en el lomo varias veces. La madre no era mucho mejor, así que el miedo se había transformado en su compañero y aliado. Trataba de estar, todo el tiempo, lo más lejos posible del resto de los mortales. Para eso, habia borrado cualquier gesto de su rostro.
Humberto temía
a las personas, especialmente si, como el padre, usaban uniforme. Pero también a
los perros grandes, y a los chicos, cuando ladraban mucho.
No llegó a
temer a las mujeres porque casi no conoció a ninguna, además de la madre y una
hermana a la que ayudaba con la crianza de los hijos.
A pesar de
su gesto inexpresivo, nada en él era hostil. Encariñado con los sobrinos, les
enseñaba lo poco que pudo aprender: a tirar la pelota por arriba de una pared
medio destruida para que Sultán (el único perro al que no le tenía miedo) se la
trajera de vuelta, o a eruptar haciendo mucho ruido para placer de la audiencia
infantil, o a trepar en busca de naranjas amargas para partirlas por la mitad y pasarlas por azúcar.
Los días de
Humberto no eran tan malos en el fondo de la casa, entre los árboles, el pasto
y los chicos. El problema seguían siendo las noches. Antes de cumplir los
veinte, las pesadillas arreciaron, como una tormenta. Tanto, que dejó de
dormir, pero entonces, las imágenes amenazantes salieron de su cabeza y
empezaron a tomar forma a su alrededor. Se arrugaba en la cama hecho un nudo, metía
la cabeza entre los brazos, cubriéndose las orejas con las manos, pero
inútilmente. Las voces se le filtraban por los resquicios y le invadian el
cuerpo provocándole aullidos y temblores sin fin.
Al
principio, la familia no lo tomó demasiado en serio porque ya sabían como era.
Sin embargo, cuando se negó a comer, se asustaron. Después de varias noches de insomnio por fin
se durmió, pero no lo pudieron despertar. Entonces sí llamaron al hospital y la
ambulancia se lo llevó dejándolos a todos en paz. A Humberto más en paz que a
nadie, porque le pusieron unos remedios en el brazo que terminaron con las
alucinaciones y el miedo.
El
parque
del hospital se parecía un poco al fondo de su casa, donde jugaba con
los sobrinos, así que no extrañó demasiado su antigua vida. Además,
nadie lo retaba y
hasta había algunos doctores interesados en hablar con él.
Los años
fueron pasando y Humberto estaba casi bien. Podía haberse ido, pero nadie se lo
propuso y tampoco quería: ¿A dónde iba a estar mejor? Afuera, en una de esas,
empezaban otra vez las pesadillas. Además, no se sentía un inútil, como siempre
le habian dicho, y eso era muy importante para él. Todas las mañanas se levantaba
a las seis y se tomaba unos mates. Si alguien habia recibido galletitas de un
pariente, las compartían. Enseguida, se
pasaba la mano por el pelo frente a un espejo roto e intentaba limpiarse con un
cepillo los tres dientes que aún permanecian dentro de su boca. Despues,
atravezaba el jardin y entraba al taller.
Estaba
aprendiendo un oficio: ¡ni él mismo se lo podía creer! Primero nada más que
lijaba, haciendo un movimiento monótono que le producía alivio y, además, servía,
porque la madera quedaba blanca y lisita. Después aprendió a usar el martillo
para poner clavos en tres golpes, y ahora le estaban enseñando a usar la
grapadora. Algún día, le dijo el maestro carpintero, haría una mesa con cuatro
sillas él solito.
Todo iba
bien en la vida de Humberto. Al menos, hasta esa mañana de abril. Al levantarse
nomás, percibió algo raro en el ambiente, pero no supo decir qué. La enfermera
de guardia trató de que se quedaran en la sala sin conseguirlo. Todos los
internos atravesaron la puerta como cada día, pero esta vez juntos, en montón, sin
tomar sus mates ni lavarse. Salieron al jardín y lo primero que vieron fue una
máquina enorme. Humberto creyó que a lo mejor era una nueva herramienta para
los talleres, pero su atención, enseguida, fue captada por los tipos de
uniforme que empujaban y le gritaban a la gente. Entre esa gente estaba el
doctor al que quería tanto porque lo escuchaba. Ese que tantas veces le había
dicho que sus pesadillas eran eso: sólo pesadillas. Que su padre policia ya no
podría hacerle daño y que confiara en la vida y los demás. Lo vió caer
blandamente, como si un puño invisible le hubiese dado en la cara.
Humberto
dudó un momento de lo que estaba viendo, pero no su cuerpo, que también cayó,
arrugándose sobre el pasto como un nudo, tapándose la cabeza con los brazos y las orejas con las manos.
Inútilmente,
porque las voces se le filtraban por los resquicios y lo invadían, provocándole
aullidos y temblores sin fin. Ada Fanelli.