Ayer nomás estaba cuidando un rato a mis nietos por pedido
de su mamá, mi hija, quien necesitaba algo de tiempo para trabajar. Ella estaba
reunida con una persona en el comedor de la casa y yo me recluí en el cuarto de
los chicos abordando una necesaria actualización en material infantil. Llevaba
sin cursar, por ejemplo, la segunda parte de un conocido film lleno de leones,
centauros, brujas y roperos, con sus infaltables príncipes y princesas. En
algún momento fui a buscar un vaso de gaseosa para mis anfitriones y la visión
que me aguardaba me produjo una fuerte conmoción. Dos muchachas jóvenes, muy jóvenes,
inclinaban sus despeinadas “mechitas”
rubias sobre los cuadernos, mientras recitaban fórmulas matemáticas,
incomprensibles para mi. Abstraídas en la tarea de despejar no se qué esotéricas
ecuaciones relacionadas con el proceso inflacionario o algo por el estilo,
ignoraron mi presencia. Yo suspendí mi atención sobre ellas por un momento y me
invadió la emoción. A mi memoria acudieron otras mujeres que también estaban
presentes allí, en esas jóvenes que al fin alcanzaron a ejercer su derecho a la
educación y el conocimiento. Mi madre, tan criticada por suegra, cuñada y
marido por distraer su atención de las obligaciones hogareñas debido a una extraña
vocación por las letras y la filosofía. Mi abuela, que siempre lamentaría haber
finalizado su educación en el cuarto grado de la escuela primaria. Mi tía, que
a pesar de su excelente promedio en la secundaria no acudió a la facultad
porque “el tranvía la dejaba lejos” según
sentenció su padre, mi abuelo, el tano Don Vito (casi Corleone).
De pronto Mateo, mi nieto, año y medio de vida, interrumpió mis
recuerdos con sus breves pasitos. Antes de que pudiera reparar la irrupción, las
dos mujeres levantaron la cabeza y sus miradas se iluminaron en respuesta a la risita
infantil. Levanté al niño en brazos y me fui al encuentro de nuevos dibujitos. Una
nueva cotidianeidad se está instalando en nuestro mundo, pensé. Las maldiciones
no se cumplieron: Podemos ir a la facultad sin dejar de amar a nuestros hijos
ni transformarnos en fálicos marimachos. Ufff!!! Tarea cumplida.
Después, en agradecimiento por el cuidado de los chicos, mi
hija preparó unos “vermichellis” (el espíritu de Don Vito también está
presente) con salsa bolognesa. Terminamos de cenar y me fui prontito. Yo
también tengo que terminar un trabajo para la Universidad, y mañana no es
feriado. Ada Fanelli.