El arbolito
de Navidad es historia antigua. Tanto que puedo recordar la época de mi
infancia cuando los chicos nos juntábamos a ver como los “grandes” colgaban los
globitos de cristal de colores. De vez en cuando alguno se escapaba de entre
los dedos o se desprendía de la ramita donde se sujetaba para estrellarse
contra el suelo. -¡Ah! ¡Oh!- La belleza y la fragilidad se daban la mano
mientras veíamos como la escoba se llevaba para siempre los trocitos que no
olvidaban brillar una vez más antes de sumergirse, definitivamente, en el tacho
de la basura. Nunca olvidaré uno de aquellos árboles. Ya éramos grandes y trabajábamos
–a una edad en la que ahora aún se esperan compensaciones por haber aprobado
todas las materias- y teníamos algunos dinerillos. Los tres hermanos juntamos
nuestros recursos para llenar de adornos el arbolito familiar, y además, dada
nuestra “independencia economica” ejercer el derecho de colocar los adornos.
Qué lindo. Realmente era muy lindo nuestro primer arbolito de adolescentes.
Orgullosos, conectamos la guirnalda eléctrica y después de admirar un momento
nuestra obra de arte nos dirigimos a la cocina a ver en que etapa de
realización andaban el pollo y la ensalada de frutas. ¡Helado! No, que iban a
haber helados en aquella época, cuando todavía no existía el freezer. ¡Si gracias a
que la Siam a bolita tocía su frío escarchado alegrábamos la mesa con unas Bidú
Cola y unos escasos cubitos que se terminaban pronto!. ¡En fin! Pero la
historia era sobre el árbol recién armado con los ahorros de todos y sus
trágicos devenires. Si, trágicos, porque mientras evaluábamos el contenido de
una ensalada rusa se escuchó un estruendo en la sala.
¿Falta de
equilibrio ¿O falta de arena en la maceta sobre la que se sostenía nuestro
árbol? ¿Demasiados adornos? ¿O el gato? El hecho es que nuestro hermoso
arbolito de Navidad se estrelló contra el piso transformándose en añicos todos
sus destellantes adornos de cristal.
No recuerdo
como transcurrió el resto de la Nochebuena. Seguramente no demasiado diferente
de cualquier otra, ya que no se fijó en mi memoria de manera especial. Sin
embargo, el recuerdo del arbolito roto no falta nunca en mi recuerdo. Cuando
mis hijos eran chicos al agacharme para juntar los
globitos de plástico desparramados, tan brillantes como indestructibles, no
podía dejar de evocar la fragilidad de aquel otro. A veces supuse la existencia
de una profecía sobre lo que vendría después, para la familia, los hermanos, el
país. Incluso este año, con los nietos ansiosos esperando la llegada de Papa
Noel alrededor del enorme árbol lleno de brillantes globitos de
plástico, se me dió por repetir la mala costumbre de pensar. Y pensé que esos
globitos son como nosotros mismos reunidos una vez al año para brillar juntos.
Y se me dió que por una noche reímos, cantamos, nos compartimos, pero que
durante el resto del año ¡A la bolsa! El plástico no necesita de cuidados
especiales, aunque pierda un poquito el brillo. Pensé, ya lo dije, mala
costumbre, que el arbolito es como la vida, de vez en cuando es necesario
recordar que la tenemos, y la Navidad, como un chequeo anual para seguir
adelante hasta el año que viene. Y también pensé que ya nadie se quiere saber
de lo frágiles que somos. En eso alguien, un muchacho cuyo nombre no recuerdo,
el novio de la prima de mi nuera, creo, me alcanzaba una copa exclamando ¡Feliz
Navidad!
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